Invitada por su maestro, Loto adolescente acude a una fiesta de temática Western. Se celebra en una vasta finca boscosa de no sabe qué sierra.
Cariñoso como siempre, aunque hipócrita como nunca, saluda el maestro. Más cariñoso –y sincero- se presenta el homenajeado: el más que maduro hermano mayor.
Se divierten por grupos. Junto al padre, Loto disfruta del vuelo de coches planos de madera que giran unidos por el cielo en sorprendente acrobacia; se sorprende con la tormenta; se empapa en la cascada purificadora que cae cuando se derrumba el techo de la carpa a rayas que hace las veces de cine. Se sacia con la intrigante comida que se ofrece en una aún más intrigante cantina.
Entonces escapa… con el maduro hermano mayor.
En el establo suben a una tabla recta que cuelga, sujeta con dos maromas, del techo. Como a la grupa de un caballo, con las piernas colgando, se sientan uno frente al otro y se balancean… como en un columpio. Y, en cada balanceo, rejuvenecen las facciones de su compañero. Y, a cada oscilación, crece y se oscurece su pelo… antes corto y cano, ahora largo y negro. Y, con el movimiento, se abre la camisa a cuadros de Loto que deja asomar la turgencia. Y, en cada vaivén, él aprovecha para acariciarla… despacio… con el miedo de la adolescencia... y...
..y el jodido despertador sonó hoy más pronto que nunca!
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