20 de abril de 2011

La Pasión según Sahar

Cuando nació en el seno de una humilde familia bereber, 33 años atrás, Gadafi ya gobernaba a golpe de impulso y capricho. Khaled no había conocido otra cosa mejor, ni peor. Sobrevivía con la voluntad de los osados viajeros que se acercaban hasta el milenario y fascinante castillo-granero de Nalut, su ciudad natal. Disfrutaba haciéndoles de guía con el inglés aprendido en la escuela de la parabólica e inventando para ellos historias sobre las cuevas en las que se escondió de niño… los agujeros de 800 años en los que robó un primer beso a los labios de la adolescente Sahar y en los que conoció, un domingo, el amor envuelto en sus ojos verdes, su sudor y el dolor de la primera vez.

Pero todo estaba roto ya. Se partió una madrugada de marzo cuando sus ganas de cambio, de futuro, de libertad, fueron reprimidas a fuego. A ella la habían arrastrado fuera del infierno, a tirones y entre sollozos, el mismo día en que el polvo de las calles de Nalut se tiñó de rojo. No hubo tiempo de decir adiós.

Pasó cuarenta días encerrado en su casa de hormigón; cuarenta días enclaustrado por miedo a que la calle le devolviera la imagen del espanto y la culpa; cuarenta días asfixiado por la incertidumbre, sin noticias de Sahar; una cuaresma penitente por el pecado de haberla perdido... de la que despertó cuando un bombardeo mercenario se llevó a otros cien.

Khaled abandonó su cárcel. Sin más equipaje que el pasaporte puso rumbo a las montañas de Nafusa. Escondido en la noche, dos lunas y cuarenta kilómetros de roca y arena después, la Pascua le encontró en su particular Jerusalén: el paso fronterizo de Dehiba. Miles de huidos, desheredados como él, compartían lamento y esperanza en un mar de improvisadas jaimas. Ellos buscaban futuro. Él buscaba a Sahar.

Registró cada tienda; preguntó en cada rincón; describió más de mil veces su tez morena y su mirada aceituna mientras le perforaba el alma el malvivir de los iguales. Fue un tunecino, voluntario de ACNUR, el que recordó a la joven y a su familia a los que había conducido, como a otros antes, hacia el Este, a la promesa de un lugar en el mundo más allá del mar.

Era jueves, de Pasión, cuando Khaled embarcó. 20 horas de viacrucis, de humedad y frio, que se apagaron cuando se encendieron, en el horizonte de la noche, las primeras luces de Italia.
Quedaban unas millas, sólo minutos, para volverla a ver.
El agua se llevó entonces el tiempo y el espacio le devolvió a las cuevas de Nalut. En una de ellas, desnuda, sobre el pañuelo de colores con el que ataba su pelo, Sahar lo esperaba. Khaled naufragó... en su calor; se hundió, a oleadas... hasta el fondo de su vientre; inundó su pecho... con el cálido líquido de sus labios rojos; ahogó su cuerpo... en el abrazo mojado de sus entrañas; se perdió... en la profundidad.

Sahar caminó en ese preciso instante hasta el borde del mar. Miró el horizonte de la noche mientras la luna de Lampedusa se colaba en sus lágrimas y en la mirada verde que Khaled no volvería a mirar. No habría resurrección para ellos. Ni más domingos, como el de la primera vez.

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